jueves, diciembre 14, 2006

El ojo de Leni



Desde que puede recordar, Elena alias Leni para todos los que la conocen, escuchó hablar de sus ojos. No puntualmente del órgano visual en cuánto a tamaño y color, sino de la forma en que miraba, de la manera en que su mirada recorría cosas y personas y de las elecciones que hacía al mirar. Quizás por eso, porque siempre decían: pero qué cosas tan raras ve Leni, mirá como mira Leni, comenzó a registrar todo aquello que le llama la atención en fotografías que guarda, junto con unas recetas de cocina pasadas de generación en generación dentro de su familia y un dibujo que hizo uno de sus bisabuelos, en carpetas organizadas por años.
La primera vez que fotografió lo que veía, tenía once años y estaba en el velatorio de su abuela. Miró a través del visor de una cámara pocket, se acercó todo lo que pudo al par de manos rígidas de su Oma y obturó. Había mirado durante un rato las arrugas en los dedos y las uñas amarillentas y pensó en cómo no había sacado esa foto antes, antes de que tuvieran esa rigidez y ese color.
El flash rebotó en todas las esquinas de la habitación de la casa en la que vivía toda la familia y que en aquel momento, usaron como salón velatorio. Los que fueron a dar el pésame movieron la cabeza de aquí para allá en gesto de desaprobación. Fue su madre la encargada de darle un cachetazo educativo por maleducada.
Cuando, con parte del dinero le había dejado la abuela como herencia – alrededor de 1200 australes- pagó el primer revelado, se encontró con un montón de imágenes que representaban su mundo. En el rollo dónde estaba la foto de las manos de la Oma convivían: el ojo del perro, el escarpín agujereado de su hermana menor, la oreja con piel seca de su papá y la cara del chico que le gustaba. Año 1984, escribió en una carpeta fuelle de las que su papá se robaba del trabajo y la guardó debajo del colchón. Y después de insistir un poco, consiguió que sus padres le financiaran la mitad del precio de una máquina semiautomática Nikon F90 que no llegaba a cubrir con los australes que le quedaban. A regañadientes, aceptaron. Quizás porque ya no aguantaban más que todos los días, en cada almuerzo y en cada cena, Leni dijera que por no ayudarla se había perdido de fotografiar la miga del pan que quedó hecha un bollo al costado del plato o la mancha de aceite de la ensalada sobre el mantel. Y la lista de pérdidas era tan pormenorizada que sus padres ya no soportaban escucharla porque creían que en aquel detalle, los enfrentaba con su incapacidad para ser mejores de lo que eran. Pero eso solo lo creían ellos.
Con el tiempo, Leni se especializó en sacar fotos de objetos o personas de tan cerca o tan recortados o de forma tan poco convencional, que a los pocos privilegiados que les permitía verlas, les costaba reconocer qué o quiénes eran los fotografiados. Y se convirtió en una especie de juego: Adiviná qué es esto.
Encuentro cosas increíbles
, decía Leni mientras señalaba con el dedo la forma en que el blanco y negro de la fotografía descubría en los pelos del pecho de su primer novio una especie de árbol de tronco fino y copa castaña.
Alentada por sus hermanas, Leni decidió instruirse un poco, aprendió las velocidades y los granos de las películas, las intensidades de la luz, el uso de la distancia y los filtros. Aprendió las diferentes técnicas del lenguaje visual.
Sin embargo, siguió prefiriendo la fotografía casera, sacada casi con desesperación por no perder la imagen de la línea más clara que sube en la media corrida de su mamá, o la huella de un dedo en la superficie laqueada de la uña del pulgar del pie izquierdo de su hermana hasta los pelos blancos que, sin que nadie se de cuenta, salen de la nariz del abuelo.
Leni sabe que nadie aceptaría posar para sus fotos por eso. A nadie le gustan las tazas sin asas, los vasos cachados, los muñecos sin cabeza, mostrar cicatrices o lunares o defectos de nacimiento. Nadie disfruta mostrando el agujero en la axila de la remera, la bragueta abierta, la mancha de salsa en la camisa. Todos prefieren esconder eso y la obligan a mentir. Mientras dice que limpia su cámara, mientras inventa que hay una pelusa en el lente y se arma de su ojo fotográfico, obtura y qué felicidad, todo es mejor mirando desde la cámara que a ojo desnudo.
A veces, le preguntan por qué no se dedica a fotografiar eventos. Armate dos o tres carpetas con fotos que sirvan: sociales, simposios, congresos, le aconsejan pero ella se niega.
Le sugieren contactarse con los médicos: los protocolos clínicos usan fotógrafos para evaluar el resultado de una dosis medicinal en pieles, miembros, órganos pero Leni vuelve a negarse.
A Leni le gusta lo que pasa dentro de una casa, lo chiquito, lo escondido, lo que está ahí, la pelusa de los rincones, los bollos de carilina de cuando alguien estuvo llorando, la mezcla de pelos en la rejilla del baño, la forma en que se desprende la piel quemada por el sol, en partículas minúsculas que se pegan al borde de la bañera y el mapa colorado que deja en la piel nueva delimitando islotes colorados.
A mí me sirve, reflexiona Leni cuándo ve que su madre ya no tiene la misma fuerza en las manos para darle un cachetazo y pedirle que no sea contestadora, me sirve para no perder la memoria, para saber que la Oma tenía, por ejemplo, cuatro pecas en la mano izquierda que formaban un cuadrado perfecto e invisible. Me sirve para que sepan que estuve acá y que esta era mi manera de mirar porque un día no voy a estar. Un día cualquiera no voy a estar más acá y alguien tiene que saber que estuve.
Aunque no lo dice, Leni sueña con, algún día, aunque tenga ochenta años, ver sus fotografías colgadas en una muestra. Secretamente, espera ese momento y no se lo dice a nadie. Mientras tanto, sigue registrando todo: el cuello de su sobrina nueva, la forma del chupete, la baba que cae sobre el hombro de su padre que, ahora, se convirtió en abuelo.