Era de madrugada y Salvador seguía guardando cosas en los canastos. Muv se había retirado del operativo mudanza dos horas antes, protestando.
Pero cuándo te volviste tan maniático del orden, Salvador! Mah sí, me voy a dormir, hacé todo solo.
No soy maniático. Pero tu daletitismo no da para más.
Qué mi qué?
Tu daletitismo. Dale Tito, mandá. No se hace así una mudanza. O no sabés que los tipos del camión no se fijan si las cosas se rompen?
Uff, en algún momento del último tiempo te pusiste igual a mi papá. Me voy a dormir.
Y lo dejó solo, rodeado de canastos y cajas y bolsas.
Salvador se sentó apoyando la espalda contra la pared. Algo le molestó en el culo, al chocar con todo el peso del cuerpo contra el piso. Metió la mano en el bolsillo del jean. El estuche del anillo, ahora un poco abollado, apareció entre sus dedos.
Esta ni me mira. No se dio cuenta que yo tenía esto en el bolsillo. Qué mina.
Miró alrededor. No quedaba nada de la casa que había habitado los últimos diez años. Marcas, nada más: el lugar en donde siempre se apoyaba la silla, el rayón de la punta de la mesa sobre la pared, un pelotazo perdido que nunca quiso salir, el contorno de la estufa.
No hay vuelta atrás, se dijo. Ahora es todo para adelante y si esto no sale bien, ahí sí; ahí sí que no sé qué voy a hacer de mi vida.
No quedaba nada por hacer pero Salvador seguía mirando todo, escudriñando cada rincón, antes de irse a dormir vestido, sobre el colchón y tapado con el acolchado por el tiempo que quedara antes de que llegara el camión de mudanza.
Hizo bailar el estuche del anillo entre los dedos.
Lo voy a perder. Dónde mierda lo pongo para no perderlo. Ya sé. Se lo doy a Pedro, cuando venga con el auto a llevarse la ropa. No, mejor no. Lo guardo en la campera. Me tengo que acordar de no revolearla sobre ningún lado. Qué estúpido, podría haber escondido en anillo en la casa, cuando nadie me veía. Sí, soy un boludo.
Miraba reconcentrado el estuche cuando escuchó: ¿Vos te vas a pasar nuestra última noche acá, sentado contra esa pared? Se sobresaltó y escondió a las apuradas el estuche en el ángulo que su cuerpo dejaba libre entre el zócalo y el suelo.
La miró desde abajo: los pies planos, las medias hasta las rodillas, la remera que decía Disco, yo te conozco y el flequillo parado y aún a pesar del atuendo, le pareció preciosa.
¿Qué es lo que estás haciendo que no venís a dormir? le preguntó Muv con los ojos entrecerrados.
Me despido, dijo él. Vení.
Muv caminó hasta donde Salvador estaba sentado. Se paró entre sus piernas y con un pie lo pateó despacio para que abriera las piernas. En ese hueco, tomó asiento, haciéndose un bollo.
Me cago de frío, Salva. No te podés despedir desde el acolchado?
Callate un poco.
Muv se calló, cerró los ojos y se recostó sobre el pecho de Salvador que ya le había pasado las piernas por encima y la abrazaba con un solo brazo.
Tenemos la vida que siempre quisiste? le preguntó Salvador.
Ella dijo que sí con la cabeza.
Soy lo que esperabas? repreguntó.
Ay, Salvador, claro! Por qué siempre tenemos estas conversaciones de drama romántico. Claro que sos lo que esperaba y sos más también.
Ponele onda, tarada, dijo Salvador.
Uh, bueno. A ver: Sos todo lo que quise y al que más quise en toda mi vida. Mejoró?
Si, bastante.
Y yo?
Sí ya sabés que sí. Que sos lo que esperé toda mi vida y esto es literal, dijo Salvador.
Pará, dijo Muv y salió corriendo. Volvió al rato, después de revolver algo en la habitación y arrastrando el acolchado.
Ya está, avisó cuando volvió a sentarse.
Tanto frío tenés?
Sh, ponele onda. Qué más? Algo más me vas a decir, exigió haciendo sonar el cuello.
Sí. Que sepas que pase lo que pase yo estoy poniendo todo acá. Salga como salga, no me guardo nada y por el tiempo que sea, es todo para vos.
Ay, dijo Muv y sintió que se ponía muy colorada.
Sí. Y que me da miedo que te aburras de vivir conmigo o que un día te des cuenta de que te equivocaste y te quieras ir, pero que a pesar de eso, a pesar de todo lo que me asusta que un día te despiertes y tengas plena certeza de que esto no es lo mejor que te pasó en la vida, yo no me voy a arrepentir nunca de haber llegado hasta acá y de tomar esta decisión.
Muv metió las manos dentro del acolchado y apretó fuerte los ojos.
Salvador la abrazó a la altura de los hombros, pero esta vez, con los dos brazos.
Yo sé que no necesitamos esto, dijo, pero le prometí a tu abuela que lo iba a hacer. Tomá.
Muv espió entre las pestañas y lo vio. Lo vio plateado y brillante sobre la felpa azul del estuche. Ay, pensó, ay y movió las manos dentro del acolchado como intentando abrir algo. Cuando sacó las manos dijo: Yo también tengo algo para vos. Y ella también, sostenía un anillo plateado y brillante, igual al que le mostraba Salvador, entre el índice y el pulgar.
Muv estiró los dedos. Salvador le puso el anillo. Después, estiró los dedos él y Muv repitió el gesto.
Se quedaron callados, mirando cada uno su mano y después, entrelazando los dedos.
Cuánto hace que sabés que existe este anillo, preguntó Salvador.
Casi un año, respondió Muv.
Já. Y yo queriéndolo esconder.
Perdón, dijo Muv.
Está bien, dijo Salvador. Estoy acostumbrado a que estés siempre un paso delante mío.
Muv se movió, giró hasta quedar de frente a Salvador. Lo miró a los ojos, con esas miradas que se meten dentro del otro hasta esos lugares que el otro se niega a mostrar y hubiese querido decirle que sí, que siempre lo mismo con ella, que lo arruinaba todo en el último minuto, que era así, que tenía el don de cagarla siempre pero que nunca, nunca, nunca, nunca en toda la vida, había estado tan segura de que él era el que estuvo esperando toda la vida, pero no le dijo nada. Sólo acomodó la frente sobre el hueco del cuello de Salvador y se quedó ahí, hecha un bollo, pero esta vez, feliz.
Se quedaron ahí hasta que por la persiana empezó a notarse la claridad del día.
Pero cuándo te volviste tan maniático del orden, Salvador! Mah sí, me voy a dormir, hacé todo solo.
No soy maniático. Pero tu daletitismo no da para más.
Qué mi qué?
Tu daletitismo. Dale Tito, mandá. No se hace así una mudanza. O no sabés que los tipos del camión no se fijan si las cosas se rompen?
Uff, en algún momento del último tiempo te pusiste igual a mi papá. Me voy a dormir.
Y lo dejó solo, rodeado de canastos y cajas y bolsas.
Salvador se sentó apoyando la espalda contra la pared. Algo le molestó en el culo, al chocar con todo el peso del cuerpo contra el piso. Metió la mano en el bolsillo del jean. El estuche del anillo, ahora un poco abollado, apareció entre sus dedos.
Esta ni me mira. No se dio cuenta que yo tenía esto en el bolsillo. Qué mina.
Miró alrededor. No quedaba nada de la casa que había habitado los últimos diez años. Marcas, nada más: el lugar en donde siempre se apoyaba la silla, el rayón de la punta de la mesa sobre la pared, un pelotazo perdido que nunca quiso salir, el contorno de la estufa.
No hay vuelta atrás, se dijo. Ahora es todo para adelante y si esto no sale bien, ahí sí; ahí sí que no sé qué voy a hacer de mi vida.
No quedaba nada por hacer pero Salvador seguía mirando todo, escudriñando cada rincón, antes de irse a dormir vestido, sobre el colchón y tapado con el acolchado por el tiempo que quedara antes de que llegara el camión de mudanza.
Hizo bailar el estuche del anillo entre los dedos.
Lo voy a perder. Dónde mierda lo pongo para no perderlo. Ya sé. Se lo doy a Pedro, cuando venga con el auto a llevarse la ropa. No, mejor no. Lo guardo en la campera. Me tengo que acordar de no revolearla sobre ningún lado. Qué estúpido, podría haber escondido en anillo en la casa, cuando nadie me veía. Sí, soy un boludo.
Miraba reconcentrado el estuche cuando escuchó: ¿Vos te vas a pasar nuestra última noche acá, sentado contra esa pared? Se sobresaltó y escondió a las apuradas el estuche en el ángulo que su cuerpo dejaba libre entre el zócalo y el suelo.
La miró desde abajo: los pies planos, las medias hasta las rodillas, la remera que decía Disco, yo te conozco y el flequillo parado y aún a pesar del atuendo, le pareció preciosa.
¿Qué es lo que estás haciendo que no venís a dormir? le preguntó Muv con los ojos entrecerrados.
Me despido, dijo él. Vení.
Muv caminó hasta donde Salvador estaba sentado. Se paró entre sus piernas y con un pie lo pateó despacio para que abriera las piernas. En ese hueco, tomó asiento, haciéndose un bollo.
Me cago de frío, Salva. No te podés despedir desde el acolchado?
Callate un poco.
Muv se calló, cerró los ojos y se recostó sobre el pecho de Salvador que ya le había pasado las piernas por encima y la abrazaba con un solo brazo.
Tenemos la vida que siempre quisiste? le preguntó Salvador.
Ella dijo que sí con la cabeza.
Soy lo que esperabas? repreguntó.
Ay, Salvador, claro! Por qué siempre tenemos estas conversaciones de drama romántico. Claro que sos lo que esperaba y sos más también.
Ponele onda, tarada, dijo Salvador.
Uh, bueno. A ver: Sos todo lo que quise y al que más quise en toda mi vida. Mejoró?
Si, bastante.
Y yo?
Sí ya sabés que sí. Que sos lo que esperé toda mi vida y esto es literal, dijo Salvador.
Pará, dijo Muv y salió corriendo. Volvió al rato, después de revolver algo en la habitación y arrastrando el acolchado.
Ya está, avisó cuando volvió a sentarse.
Tanto frío tenés?
Sh, ponele onda. Qué más? Algo más me vas a decir, exigió haciendo sonar el cuello.
Sí. Que sepas que pase lo que pase yo estoy poniendo todo acá. Salga como salga, no me guardo nada y por el tiempo que sea, es todo para vos.
Ay, dijo Muv y sintió que se ponía muy colorada.
Sí. Y que me da miedo que te aburras de vivir conmigo o que un día te des cuenta de que te equivocaste y te quieras ir, pero que a pesar de eso, a pesar de todo lo que me asusta que un día te despiertes y tengas plena certeza de que esto no es lo mejor que te pasó en la vida, yo no me voy a arrepentir nunca de haber llegado hasta acá y de tomar esta decisión.
Muv metió las manos dentro del acolchado y apretó fuerte los ojos.
Salvador la abrazó a la altura de los hombros, pero esta vez, con los dos brazos.
Yo sé que no necesitamos esto, dijo, pero le prometí a tu abuela que lo iba a hacer. Tomá.
Muv espió entre las pestañas y lo vio. Lo vio plateado y brillante sobre la felpa azul del estuche. Ay, pensó, ay y movió las manos dentro del acolchado como intentando abrir algo. Cuando sacó las manos dijo: Yo también tengo algo para vos. Y ella también, sostenía un anillo plateado y brillante, igual al que le mostraba Salvador, entre el índice y el pulgar.
Muv estiró los dedos. Salvador le puso el anillo. Después, estiró los dedos él y Muv repitió el gesto.
Se quedaron callados, mirando cada uno su mano y después, entrelazando los dedos.
Cuánto hace que sabés que existe este anillo, preguntó Salvador.
Casi un año, respondió Muv.
Já. Y yo queriéndolo esconder.
Perdón, dijo Muv.
Está bien, dijo Salvador. Estoy acostumbrado a que estés siempre un paso delante mío.
Muv se movió, giró hasta quedar de frente a Salvador. Lo miró a los ojos, con esas miradas que se meten dentro del otro hasta esos lugares que el otro se niega a mostrar y hubiese querido decirle que sí, que siempre lo mismo con ella, que lo arruinaba todo en el último minuto, que era así, que tenía el don de cagarla siempre pero que nunca, nunca, nunca, nunca en toda la vida, había estado tan segura de que él era el que estuvo esperando toda la vida, pero no le dijo nada. Sólo acomodó la frente sobre el hueco del cuello de Salvador y se quedó ahí, hecha un bollo, pero esta vez, feliz.
Se quedaron ahí hasta que por la persiana empezó a notarse la claridad del día.