Salvador llegó nervioso a aeroparque. Muv caminaba adelante, cogoteando entre la gente para encontrar a Joaquín. Salvador llevaba la mochila de Muv colgando del hombro izquierdo. Todavía estaba vestido de civil. Eran las seis y media de la mañana del martes.
No pudo pegar un ojo en toda la noche. ¿Cómo sería el tal Joaquín? Muv no gastaba demasiadas palabras para describirlo. Salvador no sabía si era alto, bajo, gordo o flaco. Lo imaginaba como la clase de hombre que le gustaba a Muv pero si alguien, alguna vez, lo hubiese detenido para preguntarle cómo era esa clase de hombre, Salvador no hubiese respondido porque no sabía qué decir. De los que le había conocido hasta él mismo, había toda clase de hombres. Muv no tenía un arquetipo pre diseñado. Y él había cambiado tanto en los últimos años que no estaba demasiado seguro de poder decirle a alguien cómo era. Alto, hubiese dicho, rapado, morocho, sin barba. Y si pensaba en lo que las mujeres que lo habían conocido hubiesen dicho, habría repetido: sefaradí, turco, israelita, moro, morocho, negro, cabeza y todas las variantes posibles para un tipo que no llamaba la atención por casi nada mas que su altura y su color de piel. Así que, no podía dejar de pensar que el tal Joaquín sería un tipo realmente atractivo, llamativo, de esos a los que las minas no podrían, aunque quisieran, sacarle los ojos de encima, pero la pregunta, mientras avanzaban por el pasillo hasta el mostrador de Lan, le seguía rebotando: ¿cómo sería el tal Joaquín? ¿Tendría los ojos azules? ¿Vestiría un traje gris como el que él se ponía cada día para ir a la oficina? No. Claro que no. El tal Joaquín debía tener ropa de diseñador y un corte de pelo de rockstar y zapatillas porque lo que Salvador envidiaba de todos esos que Muv le presentaba, cuando iban a una fiesta, en donde por hache o por be, se encontraban con algún conocido, era que ellos podían ir a trabajar en zapatillas. Nadie iba a pensar que no hacían su trabajo correctamente por no usar corbata y ese detalle tan trivial, tan poquita cosa -sólo era capaz de reconocerlo para sí mismo- lo hacía detestarlos a todos y cada uno, pero sobre todo al tal Joaquín, que además, se había dado el lujo de despreciar a Muv en su oportunidad para meses más tarde, ofrecerle trabajo y ahora, llevarla de viaje, con todo pago a un hotel muy nuevo para que ella hiciera lo que más le ha gustado hacer en toda su vida: escribir.
A pesar de todo, él no estaba vestido de oficinista. Se había puesto todo lo que Muv le había regalado: las zapatillas de suela blanca y lona negra de la estrella, el mismo jean agujereado en las botamangas de tanto pisarlo con la suela de las zapatillas, la remera a rayas que le trajo de Londres y el canguro que todavía tenía un poco de olor a mar a pesar de la tonelada de desodorante. Quién podía pensar que él, con ese aspecto, después de que Muv se subiera al avión iba a salir corriendo a ponerse una camisa y una corbata y unos zapatos acordonados, todo muy prolijo y correcto para sentarse nueve horas frente a un escritorio a analizar estados de cuentas, pagos y cheques.
Así caminaba Salvador, esquivando señoras y extranjeros jóvenes con rastas hasta que Muv dijo "ahí está".
La vio acelerar el paso y acercarse. Poner la cara de costado para saludarlo y a él, al tal Joaquín, pasarle el brazo por la espalda para saludarla.
Este es, se preguntó en secreto, Salvador y se retó: no. No, de ninguna manera. Vos vas y te parás al lado de Muv y cuando ella los presente, le das la mano y le preguntás qué tal le va, que si ya tiene todo, que a qué hora embarcan y en que puerta. Nada más.
Se obedeció. Llegó minutos después, cuando Muv movía la mano como para agarrarlo y no lo encontraba detrás de ella.
Qué tal, dijo Salvador y estiró el brazo.
Cómo te va, dijo el otro y estiró la mano que, en el apretón, a Salvador le pareció demasiado blanda, demasiado suave, demasiado laxa.
Todo bien, che. Ya tienen todo, preguntó mientras pensaba que no le daba confianza esa mano muerta, blandengue. No se puede confiar en un tipo así, pensó y casi se lo dijo a Muv pero Muv ya estaba abrazándolo y él que no sabía qué hacer, porque si se ponía demasiado cariñoso, el otro, el tal Joaquín, se iba a dar cuenta de que no estaba seguro de este viaje, de que no le tenía confianza y de que le delimitaba territorio y no estaba dispuesto a dar tanta información. Se detuvo a mirarlo, mientras el tal Joaquín decía que sí, que tenían todo, que el hotel los invitaba a la inauguración, que el avión salía a las siete y media por la puerta seis.
Piojo resucitado, pensó Salvador. Vas porque vas de arriba; no tenés vergüenza.
Pero Joaquín hablaba y hablaba, del aeropuerto, como si le conociera hasta el menor recoveco y del mejor café del aeropuerto y de la mejor mesa en todo el patio de comidas del aeropuerto y de las veces que había volado y de lo cansado que estaba de volar.
Y por qué no te quedás, imbécil, pensó Salvador. Tan volado, tan volado que sos, esta vez volás porque es gratis y porque te vas con mi novia.
Muv lo seguía abrazando y Salvador le acarició el pelo, como pidiéndole que dejara de abrazarlo tanto.
Bueno, Salva, dijo Muv y movió la pierna y miró para un lado y otro. Volvemos en el vuelo del jueves a las 19.30. No te olvides.
Cómo me voy a olvidar. Son dos días nada más.
Hablá con todos. Que vengan a casa para Navidad. Deciles que traigan una cosa cada uno. Que las madres arreglen entre ellas, dejalas. Que se llamen y se pongan de acuerdo. Y no te olvidés que mi centellograma está para hoy. Dejé ropa en el lavadero: manteles, sábanas y un acolchado. No sé cuánto es. No te olvides de llamar a tu hermano que llamó antes de ayer. Yo le prometí que lo llamabas. Llamalo.
Lo llamo. Si atiende mi viejo, no sé si hablo. Pero llamo a Jero. Te lo prometo.
No lo ves nunca. No puede ser. Qué culpa tiene de que vos no lo puedas ver a tu papá. Llamá a tu hermano.
Lo voy a llamar, Muv.
Y qué más, qué más.
Salvador apartó a Muv unos pasos de Joaquín.
Qué te pasa, le dijo. Estás hablando como una máquina. Estás nerviosa o tenés miedo. Qué te pasa.
Nada. Es que no quiero que te olvides de nada.
Volvés en dos días.
Dos días es mucho tiempo.
No empecemos.
No sé si me gusta mucho este trabajo, eh.
Dos días, Muv. Disfrutalo.
No se si me va a gustar ir con este muñecazo de torta.
Sh, dijo Salvador y se rió.
Y sí. Por qué justo tenía que venir.
Porque va de arriba. Por eso.
Te llamo en cuanto llego.
Andate tranquila. Yo me ocupo de todo y el jueves, siete y media estoy acá, esperando que llegues.
Ya te extraño.
No me extrañes que todavía no te fuiste. Andá y pasalo bien. En un par de horas hablamos. Tranqui. Está todo bien.
Sí, ya veo. Estás demasiado tranquilo. Mirá que no quiero quilombos cuando vuelva, ok?
Andá tranquila. A la vuelta, no vas a tener ningún quilombo. Portate bien.
Vos también portate bien. Mirá que te voy a estar monitoreando.
Monitoreá, monitoreá tranquila. Yo voy a estar en casa. A lo sumo, en lo de mi vieja pero no mucho más allá.
Joaquín se acercó.
Vamos, le preguntó a Muv. Es arriba.
Subieron la escalera. Joaquín, solo, adelante. Muv y Salvador en el mismo escalón. Caminaron despacio hasta la puerta de embarque.
Ojalá que el avión no se caiga, dijo Muv.
Justo hoy se va a caer, dijo Salvador. Qué piba.
Yo te la cuido, dijo Joaquín cuando estuvieron uno frente al otro, en la fila del pre embarque.
Se cuida sola, contestó Salvador y tuvo que bajar la mirada para encontrarle los ojos. Como todo perro chico tenés que ladrar para que te vean, pensó.
Eso, che. Yo me cuido sola, dijo Muv y Salvador se dio cuenta que el tal Joaquín era tan alto como Muv, se paraba con los pies hacia adentro y se tapaba las entradas con el peinado.
Le causó gracia la cantidad de veces que el Joaquín imaginario le había dado dolor de estómago y se reprendió por no haber ido a la editorial, alguna de las tantas veces que Muv le pidió que la acompañara, sólo por mantener la imagen de ese Joaquín inexistente.
Se anunció el pre embarque. Muv lo abrazó y lo besó y lo acarició.
Dos días, nada más. Dos días y vuelvo.
Dos días. Sólo dos días. Pasalo bien. Cuidate mucho. Te quiero.
Yo más, dijo ella.
Vamos, preguntó, por segunda vez, Joaquín.
Salvador volvió a estirar la mano.
Buen viaje, dijo.
Gracias, dijo Joaquín y volvió a darle la mano muerta.
Salvador los vio irse y se sonrió. Tantos meses para medirse y darse cuenta que no sólo era más alto que Joaquín si no que era tantas cosas más, sobre todo para Muv.
Cuando desaparecieron de su vista, se dio vuelta y caminó hasta la calle. Se puso el auricular y pensó en su hermano. En todo lo que había postergado una larga conversación con su hermano que ese mismo día, cumplía veintitrés años.
Y yo no puedo seguir inventando gente, pensó mientras esperaba un taxi. Esta noche, sí o sí, tengo que hablar con Jero.
A las dos horas y media, cuando Salvador ya estaba vestido de oficinista, Muv decía por teléfono que el vuelo había llegado bien y que Joaquín era denso. Muy denso.
Salvador sonrió. La tarde se le pasó volando.
No pudo pegar un ojo en toda la noche. ¿Cómo sería el tal Joaquín? Muv no gastaba demasiadas palabras para describirlo. Salvador no sabía si era alto, bajo, gordo o flaco. Lo imaginaba como la clase de hombre que le gustaba a Muv pero si alguien, alguna vez, lo hubiese detenido para preguntarle cómo era esa clase de hombre, Salvador no hubiese respondido porque no sabía qué decir. De los que le había conocido hasta él mismo, había toda clase de hombres. Muv no tenía un arquetipo pre diseñado. Y él había cambiado tanto en los últimos años que no estaba demasiado seguro de poder decirle a alguien cómo era. Alto, hubiese dicho, rapado, morocho, sin barba. Y si pensaba en lo que las mujeres que lo habían conocido hubiesen dicho, habría repetido: sefaradí, turco, israelita, moro, morocho, negro, cabeza y todas las variantes posibles para un tipo que no llamaba la atención por casi nada mas que su altura y su color de piel. Así que, no podía dejar de pensar que el tal Joaquín sería un tipo realmente atractivo, llamativo, de esos a los que las minas no podrían, aunque quisieran, sacarle los ojos de encima, pero la pregunta, mientras avanzaban por el pasillo hasta el mostrador de Lan, le seguía rebotando: ¿cómo sería el tal Joaquín? ¿Tendría los ojos azules? ¿Vestiría un traje gris como el que él se ponía cada día para ir a la oficina? No. Claro que no. El tal Joaquín debía tener ropa de diseñador y un corte de pelo de rockstar y zapatillas porque lo que Salvador envidiaba de todos esos que Muv le presentaba, cuando iban a una fiesta, en donde por hache o por be, se encontraban con algún conocido, era que ellos podían ir a trabajar en zapatillas. Nadie iba a pensar que no hacían su trabajo correctamente por no usar corbata y ese detalle tan trivial, tan poquita cosa -sólo era capaz de reconocerlo para sí mismo- lo hacía detestarlos a todos y cada uno, pero sobre todo al tal Joaquín, que además, se había dado el lujo de despreciar a Muv en su oportunidad para meses más tarde, ofrecerle trabajo y ahora, llevarla de viaje, con todo pago a un hotel muy nuevo para que ella hiciera lo que más le ha gustado hacer en toda su vida: escribir.
A pesar de todo, él no estaba vestido de oficinista. Se había puesto todo lo que Muv le había regalado: las zapatillas de suela blanca y lona negra de la estrella, el mismo jean agujereado en las botamangas de tanto pisarlo con la suela de las zapatillas, la remera a rayas que le trajo de Londres y el canguro que todavía tenía un poco de olor a mar a pesar de la tonelada de desodorante. Quién podía pensar que él, con ese aspecto, después de que Muv se subiera al avión iba a salir corriendo a ponerse una camisa y una corbata y unos zapatos acordonados, todo muy prolijo y correcto para sentarse nueve horas frente a un escritorio a analizar estados de cuentas, pagos y cheques.
Así caminaba Salvador, esquivando señoras y extranjeros jóvenes con rastas hasta que Muv dijo "ahí está".
La vio acelerar el paso y acercarse. Poner la cara de costado para saludarlo y a él, al tal Joaquín, pasarle el brazo por la espalda para saludarla.
Este es, se preguntó en secreto, Salvador y se retó: no. No, de ninguna manera. Vos vas y te parás al lado de Muv y cuando ella los presente, le das la mano y le preguntás qué tal le va, que si ya tiene todo, que a qué hora embarcan y en que puerta. Nada más.
Se obedeció. Llegó minutos después, cuando Muv movía la mano como para agarrarlo y no lo encontraba detrás de ella.
Qué tal, dijo Salvador y estiró el brazo.
Cómo te va, dijo el otro y estiró la mano que, en el apretón, a Salvador le pareció demasiado blanda, demasiado suave, demasiado laxa.
Todo bien, che. Ya tienen todo, preguntó mientras pensaba que no le daba confianza esa mano muerta, blandengue. No se puede confiar en un tipo así, pensó y casi se lo dijo a Muv pero Muv ya estaba abrazándolo y él que no sabía qué hacer, porque si se ponía demasiado cariñoso, el otro, el tal Joaquín, se iba a dar cuenta de que no estaba seguro de este viaje, de que no le tenía confianza y de que le delimitaba territorio y no estaba dispuesto a dar tanta información. Se detuvo a mirarlo, mientras el tal Joaquín decía que sí, que tenían todo, que el hotel los invitaba a la inauguración, que el avión salía a las siete y media por la puerta seis.
Piojo resucitado, pensó Salvador. Vas porque vas de arriba; no tenés vergüenza.
Pero Joaquín hablaba y hablaba, del aeropuerto, como si le conociera hasta el menor recoveco y del mejor café del aeropuerto y de la mejor mesa en todo el patio de comidas del aeropuerto y de las veces que había volado y de lo cansado que estaba de volar.
Y por qué no te quedás, imbécil, pensó Salvador. Tan volado, tan volado que sos, esta vez volás porque es gratis y porque te vas con mi novia.
Muv lo seguía abrazando y Salvador le acarició el pelo, como pidiéndole que dejara de abrazarlo tanto.
Bueno, Salva, dijo Muv y movió la pierna y miró para un lado y otro. Volvemos en el vuelo del jueves a las 19.30. No te olvides.
Cómo me voy a olvidar. Son dos días nada más.
Hablá con todos. Que vengan a casa para Navidad. Deciles que traigan una cosa cada uno. Que las madres arreglen entre ellas, dejalas. Que se llamen y se pongan de acuerdo. Y no te olvidés que mi centellograma está para hoy. Dejé ropa en el lavadero: manteles, sábanas y un acolchado. No sé cuánto es. No te olvides de llamar a tu hermano que llamó antes de ayer. Yo le prometí que lo llamabas. Llamalo.
Lo llamo. Si atiende mi viejo, no sé si hablo. Pero llamo a Jero. Te lo prometo.
No lo ves nunca. No puede ser. Qué culpa tiene de que vos no lo puedas ver a tu papá. Llamá a tu hermano.
Lo voy a llamar, Muv.
Y qué más, qué más.
Salvador apartó a Muv unos pasos de Joaquín.
Qué te pasa, le dijo. Estás hablando como una máquina. Estás nerviosa o tenés miedo. Qué te pasa.
Nada. Es que no quiero que te olvides de nada.
Volvés en dos días.
Dos días es mucho tiempo.
No empecemos.
No sé si me gusta mucho este trabajo, eh.
Dos días, Muv. Disfrutalo.
No se si me va a gustar ir con este muñecazo de torta.
Sh, dijo Salvador y se rió.
Y sí. Por qué justo tenía que venir.
Porque va de arriba. Por eso.
Te llamo en cuanto llego.
Andate tranquila. Yo me ocupo de todo y el jueves, siete y media estoy acá, esperando que llegues.
Ya te extraño.
No me extrañes que todavía no te fuiste. Andá y pasalo bien. En un par de horas hablamos. Tranqui. Está todo bien.
Sí, ya veo. Estás demasiado tranquilo. Mirá que no quiero quilombos cuando vuelva, ok?
Andá tranquila. A la vuelta, no vas a tener ningún quilombo. Portate bien.
Vos también portate bien. Mirá que te voy a estar monitoreando.
Monitoreá, monitoreá tranquila. Yo voy a estar en casa. A lo sumo, en lo de mi vieja pero no mucho más allá.
Joaquín se acercó.
Vamos, le preguntó a Muv. Es arriba.
Subieron la escalera. Joaquín, solo, adelante. Muv y Salvador en el mismo escalón. Caminaron despacio hasta la puerta de embarque.
Ojalá que el avión no se caiga, dijo Muv.
Justo hoy se va a caer, dijo Salvador. Qué piba.
Yo te la cuido, dijo Joaquín cuando estuvieron uno frente al otro, en la fila del pre embarque.
Se cuida sola, contestó Salvador y tuvo que bajar la mirada para encontrarle los ojos. Como todo perro chico tenés que ladrar para que te vean, pensó.
Eso, che. Yo me cuido sola, dijo Muv y Salvador se dio cuenta que el tal Joaquín era tan alto como Muv, se paraba con los pies hacia adentro y se tapaba las entradas con el peinado.
Le causó gracia la cantidad de veces que el Joaquín imaginario le había dado dolor de estómago y se reprendió por no haber ido a la editorial, alguna de las tantas veces que Muv le pidió que la acompañara, sólo por mantener la imagen de ese Joaquín inexistente.
Se anunció el pre embarque. Muv lo abrazó y lo besó y lo acarició.
Dos días, nada más. Dos días y vuelvo.
Dos días. Sólo dos días. Pasalo bien. Cuidate mucho. Te quiero.
Yo más, dijo ella.
Vamos, preguntó, por segunda vez, Joaquín.
Salvador volvió a estirar la mano.
Buen viaje, dijo.
Gracias, dijo Joaquín y volvió a darle la mano muerta.
Salvador los vio irse y se sonrió. Tantos meses para medirse y darse cuenta que no sólo era más alto que Joaquín si no que era tantas cosas más, sobre todo para Muv.
Cuando desaparecieron de su vista, se dio vuelta y caminó hasta la calle. Se puso el auricular y pensó en su hermano. En todo lo que había postergado una larga conversación con su hermano que ese mismo día, cumplía veintitrés años.
Y yo no puedo seguir inventando gente, pensó mientras esperaba un taxi. Esta noche, sí o sí, tengo que hablar con Jero.
A las dos horas y media, cuando Salvador ya estaba vestido de oficinista, Muv decía por teléfono que el vuelo había llegado bien y que Joaquín era denso. Muy denso.
Salvador sonrió. La tarde se le pasó volando.