Respiró hondo. Abrió la puerta del vestidor y salió sólo con esa bata blanca atada en la espalda que no había anudado bien y le dejaba la columna desnuda.
El técnico le explicó dónde tenía que apoyar la cabeza y ella lo miró,intentando decirle con los ojos que todos los años, que cada año, desde que esa cicatriz le cortó el cuerpo al medio, aprendió el procedimiento.
Respire. Sostenga el aire. Respire. Quedese muy quieta, no se mueva.
Antes de irse, el técnico metió la cánula en la vena del brazo y ella casi se puso a llorar pero no lloró, porque esta vez, iba a salir todo bien. El técnico la vio esforzarse o leyó su mirada y mientras aseguraba que el contraste pasara por la cánula, le acarició la frente.
Es un ratito nada más, dijo y la tapó con una frazada que olía a como había olido ella mientras estuvo internada: a enfermo, a desinfectante, a hospital.
Ella, sola, intentó tranquilizarse. Respiró hondo una vez más y después fue acortando las respiraciones. Y pensó en un nenito de rulos negros con su sonrisa y los ojos de Salvador y siguió atentamente las instrucciones: respire; sostenga el aire; respire; mientras la camilla escaneaba todo su cuerpo de la cabeza a los pies. Clavó la vista en el aro metálico por el que pasaba de adelante hacia atrás, en la voz inhumana del técnico que le hablaba por un microfono, detrás de un cristal y pensó que era una suerte que la que estuviera allí, con el contraste desparramándose por su cuerpo fuese ella y no Salvador. Ella no podría soportar que Salvador pasara por eso. Y Salvador, como el resto de los que la querían, no sabían lo que era estar ahí, respirando, dejando de respirar, volviendo a respirar, quieta, muy quieta.
Tres escaneos y el trámite de la tomografía se había terminado. En dos días, debería hacer lo mismo, pero sólo para los huesos. Y otra vez, quedarse quieta, muy quieta, quieta como si estuviera muerta, después de que le inyectaran un nuevo contraste.
Para la siguiente semana, con todos los estudios hechos, iría a ver al médico y esta vez, el médico no volvería a preguntarle por ese círculo que año tras año le aparece en el cráneo porque esta vez, ella se lo había prometido, así como se prometió ponerse a vivir, el círculo habría desaparecido, como desapareció la marca en la costilla derecha. Porque ya había sobrevivido una vez y volvería a sobrevivir, fuera como fuese, costara lo que costase. Tenía tanto por lo que vivir y lo había descubierto tan tarde que no podía darse el lujo de entristecerse y sentir pena por sí misma. No esta vez. No, nunca más. Por lo que quedara, por el tiempo que fuese, por los días que siguieran, no volvería a tener espacio la tristeza, no había llegado hasta este momento para seguir igual que antes, cuando todo daba lo mismo. Si al final, lo único que ella siempre había querido era que la quisieran y querer de la manera en que, ahora, mientras esa camilla se movía entrando y saliendo del aro de metal, quería a Salvador.
Si por fin, por fin, cuando suponía que ya no sucedería, había llegado a querer a Salvador de la manera en que lo quería, de la manera en que sólo ella podía hacerlo, incondicionalmente, con tanta alma, corazón y vida que pensar en dejar de quererlo porque un accidente estúpido como la enfermedad o la muerte se interpusieran en su camino, la hacía quererlo todavía más, de una manera particular, como todo en ella, con tanto, con tanto que aunque le doliese el cuerpo de quererlo tanto, no dejaría de hacerlo; porque no hay muchas posibilidades de querer así; porque quizás fuera la única vez; porque quizás fuera la última; porque así lo había decidido.
El técnico apareció de nuevo frente a ella, antes de lo que esperaba. Volvió a acariciarle la frente y a decirle que ya estaba. Le sacó la aguja del brazo con suavidad y mientras le ponía un cuadrado de gasa y una cinta adhesiva, le preguntó si alguien la estaba esperando afuera.
Mi novio, dijo ella y sonrió con toda la boca.
Cómo es, cómo se llama, preguntó el técnico.
El más precioso de la sala de espera, dijo ella. Salvador Prats.
Lo voy a buscar y le pido que te espere, acá, afuera, dijo el técnico mientras la ayudaba a incorporarse.
Se vio algo, preguntó Muv, antes de volver a meterse en el vestuario para ponerse su ropa.
El técnico volvió unos pasos. Apoyó su mano en el hombro de Muv.
No te preocupes, está todo bien.
Y Muv, que estaba semi desnuda y se le veía la bombacha entre los nudos de la bata, saltó de contenta y lo abrazó, agradeciéndole tantas veces que el técnico no tuvo más remedio que ponerse a reír.
Voy a buscar al más precioso de la sala de espera. Vestite rápido. No lo hagas esperar, le dijo antes de salir.
En el vestidor, Muv tiró la bata sobre la butaca y se vistió lo más rápido que pudo. Cuando salió, vestida, sonriente, saludó a los otros técnicos que miraban desde atrás del vidrio, tirándoles un beso.
Si esto no me cura, nada me va a curar, pensó mientras abría la puerta y veía a Salvador esperándola, recostado contra una pared.
Y, dijo Salvador.
Está todo bien, dijo Muv.
Salvador la abrazó. Hizo el ruido ese que hace con la garganta cuando se traga las ganas de llorar y la abrazó más fuerte.
Cuando terminemos con todo esto, dijo Muv, vamos a ser los dos más felices del mundo, sabés. La gente se va a dar vuelta para mirarnos.
Juramelo, dijo Salvador.
Te lo juro, dijo Muv. Te lo juro por la Oma y por vos.
Caminaron despacio por el pasillo, agarrados de la mano, como siempre. Un nenito de rulos que corría por la sala de espera, saludó a Muv con la mano. Ella le devolvió el saludo.
Así va a ser el nuestro. Lleno de rulos y con tu boca, dijo Salvador y a Muv no le sorprendió que los dos imaginaran el mismo nene, porque ya no le sorprendía que todo lo que pasaba en su vida fuese el milagro que ella siempre había esperado.
Se despidieron en la esquina Santa Fé y Azcuénaga. Cada uno se fue a su trabajo.
Camino a la editorial, Muv pensó en la cantidad de veces que se había prohibido ser cursi, en la vergüenza que siempre le habían dado las demostraciones demasiados cariñosas y que esta vez, crease o no, no le importaba ser cursi. Preocuparse por semejante idiotez, cuando la cosa, todas las cosas iban por otro lado.
Si uno no se pone cursi cuando está enamorado, cuándo se va a poner, se preguntó, mientras esperaba el colectivo.
El colectivo llegó y mientras esperaba que la máquina expendedora le diese el boleto, notó que la gente la miraba pero no pudo ponerse colorada. Estaba feliz.
El técnico le explicó dónde tenía que apoyar la cabeza y ella lo miró,intentando decirle con los ojos que todos los años, que cada año, desde que esa cicatriz le cortó el cuerpo al medio, aprendió el procedimiento.
Respire. Sostenga el aire. Respire. Quedese muy quieta, no se mueva.
Antes de irse, el técnico metió la cánula en la vena del brazo y ella casi se puso a llorar pero no lloró, porque esta vez, iba a salir todo bien. El técnico la vio esforzarse o leyó su mirada y mientras aseguraba que el contraste pasara por la cánula, le acarició la frente.
Es un ratito nada más, dijo y la tapó con una frazada que olía a como había olido ella mientras estuvo internada: a enfermo, a desinfectante, a hospital.
Ella, sola, intentó tranquilizarse. Respiró hondo una vez más y después fue acortando las respiraciones. Y pensó en un nenito de rulos negros con su sonrisa y los ojos de Salvador y siguió atentamente las instrucciones: respire; sostenga el aire; respire; mientras la camilla escaneaba todo su cuerpo de la cabeza a los pies. Clavó la vista en el aro metálico por el que pasaba de adelante hacia atrás, en la voz inhumana del técnico que le hablaba por un microfono, detrás de un cristal y pensó que era una suerte que la que estuviera allí, con el contraste desparramándose por su cuerpo fuese ella y no Salvador. Ella no podría soportar que Salvador pasara por eso. Y Salvador, como el resto de los que la querían, no sabían lo que era estar ahí, respirando, dejando de respirar, volviendo a respirar, quieta, muy quieta.
Tres escaneos y el trámite de la tomografía se había terminado. En dos días, debería hacer lo mismo, pero sólo para los huesos. Y otra vez, quedarse quieta, muy quieta, quieta como si estuviera muerta, después de que le inyectaran un nuevo contraste.
Para la siguiente semana, con todos los estudios hechos, iría a ver al médico y esta vez, el médico no volvería a preguntarle por ese círculo que año tras año le aparece en el cráneo porque esta vez, ella se lo había prometido, así como se prometió ponerse a vivir, el círculo habría desaparecido, como desapareció la marca en la costilla derecha. Porque ya había sobrevivido una vez y volvería a sobrevivir, fuera como fuese, costara lo que costase. Tenía tanto por lo que vivir y lo había descubierto tan tarde que no podía darse el lujo de entristecerse y sentir pena por sí misma. No esta vez. No, nunca más. Por lo que quedara, por el tiempo que fuese, por los días que siguieran, no volvería a tener espacio la tristeza, no había llegado hasta este momento para seguir igual que antes, cuando todo daba lo mismo. Si al final, lo único que ella siempre había querido era que la quisieran y querer de la manera en que, ahora, mientras esa camilla se movía entrando y saliendo del aro de metal, quería a Salvador.
Si por fin, por fin, cuando suponía que ya no sucedería, había llegado a querer a Salvador de la manera en que lo quería, de la manera en que sólo ella podía hacerlo, incondicionalmente, con tanta alma, corazón y vida que pensar en dejar de quererlo porque un accidente estúpido como la enfermedad o la muerte se interpusieran en su camino, la hacía quererlo todavía más, de una manera particular, como todo en ella, con tanto, con tanto que aunque le doliese el cuerpo de quererlo tanto, no dejaría de hacerlo; porque no hay muchas posibilidades de querer así; porque quizás fuera la única vez; porque quizás fuera la última; porque así lo había decidido.
El técnico apareció de nuevo frente a ella, antes de lo que esperaba. Volvió a acariciarle la frente y a decirle que ya estaba. Le sacó la aguja del brazo con suavidad y mientras le ponía un cuadrado de gasa y una cinta adhesiva, le preguntó si alguien la estaba esperando afuera.
Mi novio, dijo ella y sonrió con toda la boca.
Cómo es, cómo se llama, preguntó el técnico.
El más precioso de la sala de espera, dijo ella. Salvador Prats.
Lo voy a buscar y le pido que te espere, acá, afuera, dijo el técnico mientras la ayudaba a incorporarse.
Se vio algo, preguntó Muv, antes de volver a meterse en el vestuario para ponerse su ropa.
El técnico volvió unos pasos. Apoyó su mano en el hombro de Muv.
No te preocupes, está todo bien.
Y Muv, que estaba semi desnuda y se le veía la bombacha entre los nudos de la bata, saltó de contenta y lo abrazó, agradeciéndole tantas veces que el técnico no tuvo más remedio que ponerse a reír.
Voy a buscar al más precioso de la sala de espera. Vestite rápido. No lo hagas esperar, le dijo antes de salir.
En el vestidor, Muv tiró la bata sobre la butaca y se vistió lo más rápido que pudo. Cuando salió, vestida, sonriente, saludó a los otros técnicos que miraban desde atrás del vidrio, tirándoles un beso.
Si esto no me cura, nada me va a curar, pensó mientras abría la puerta y veía a Salvador esperándola, recostado contra una pared.
Y, dijo Salvador.
Está todo bien, dijo Muv.
Salvador la abrazó. Hizo el ruido ese que hace con la garganta cuando se traga las ganas de llorar y la abrazó más fuerte.
Cuando terminemos con todo esto, dijo Muv, vamos a ser los dos más felices del mundo, sabés. La gente se va a dar vuelta para mirarnos.
Juramelo, dijo Salvador.
Te lo juro, dijo Muv. Te lo juro por la Oma y por vos.
Caminaron despacio por el pasillo, agarrados de la mano, como siempre. Un nenito de rulos que corría por la sala de espera, saludó a Muv con la mano. Ella le devolvió el saludo.
Así va a ser el nuestro. Lleno de rulos y con tu boca, dijo Salvador y a Muv no le sorprendió que los dos imaginaran el mismo nene, porque ya no le sorprendía que todo lo que pasaba en su vida fuese el milagro que ella siempre había esperado.
Se despidieron en la esquina Santa Fé y Azcuénaga. Cada uno se fue a su trabajo.
Camino a la editorial, Muv pensó en la cantidad de veces que se había prohibido ser cursi, en la vergüenza que siempre le habían dado las demostraciones demasiados cariñosas y que esta vez, crease o no, no le importaba ser cursi. Preocuparse por semejante idiotez, cuando la cosa, todas las cosas iban por otro lado.
Si uno no se pone cursi cuando está enamorado, cuándo se va a poner, se preguntó, mientras esperaba el colectivo.
El colectivo llegó y mientras esperaba que la máquina expendedora le diese el boleto, notó que la gente la miraba pero no pudo ponerse colorada. Estaba feliz.