Unas flores amarillas en el medio de una corona, al costado del ataud de Oma, capturan la vista de Muv.
Está en el medio de la sala velatoria y cada dos por tres, se tilda mirando esas flores que no dicen mucho y que ni siquiera se destacan por ser lindas, sino por darle un golpe de color al verde y al blanco. Ese color le resulta conocido, pero no puede recordar exactamente dónde lo vio antes. Alguien, que ella no registra, la toma del brazo y la aleja del cajón. ¿Tomaste algo? ¿Quéres algo? y Muv dice que no, que no, que no quiere nada y después de desligarse de quién le ofrece "algo", vuelve al lado de Oma.
Vuelve a las flores. Las sigue mirando, mientras alrededor suyo se para gente que reza o que mira con seriedad o que llora. Y cada tanto, Salvador aparece y la invita a salir a fumar.
Muv camina como en babia. Sabe dónde está y qué pasa, pero no siente nada. Le duele ver a su papá con los ojos colorados e inflando las fosas nasales para no llorar o a Emilia, refugiada en el abrazo de su mamá pero ella no siente nada. Como si hubiera perdido sensibilidad, no se muere de tristeza, no está desesperada, no tiene ganas de llorar a los gritos. No le duele, tampoco le encanta. Si hay algo peor que sentir mal, es no poder sentir nada.
Se lo cuenta a Salvador, mientras caminan hasta esquina, fumando.
Estás cansada, dice Salva.
Muv hace un ruido y le pega un beso largo al cigarrillo. Siente que el humo le recorre el cuerpo hasta los dedos de los pies y despues lo larga, en un soplido finito que casi no se nota. Por qué seguiré fumando, se pregunta para sí.
Vuelven a la casa velatoria, caminando lento y en el camino, Muv sigue pensando dónde vio ese color, si fue durante el viaje o cuando era chica, pero no puede terminar de saber dónde lo vio.
Pasa el mediodía mirando las flores y haciendo más de lo mismo, yendo y viniendo, contando cómo, cuándo, dónde y por qué se murió Oma, y sólo repite el resumen de los días como si fuera un loro. Hasta que llegan los autos y se niega rotundamente a subirse al que le toca.
En taxi, con Salvador, dice cuando la hermana le pregunta cómo va a llegar hasta el cementerio, para después arrepentirse y subir igual, de mala gana.
Es un día soleado del otoño.
Nadie debería morirse un día así, dice Muv dentro del auto y no encuentra respuesta.
Y ya en el cementerio, lo habitual: las palabras de un cura joven, quizás demasiado joven, para hablar en un cementerio. Y el entierro, el momento más detenido de todo el día, la imagen congelada entre cruces y montículos de tierra.
Después, empezar a volver a casa, a la vida de siempre pero sin Oma para siempre. Y el silencio del cansancio.
Se despide de sus padres a las seis de la tarde, después de tomar un café negro, el café número mil del día y se va con Salvador.
En el camino algo le pasa. Algo que nunca le pasó en esta circunstancia, porque desde hacía muchos años, no se moría nadie y mientras algo le pasa, piensa en eso, en que nunca estuvo cerca de la muerte siendo adulta.
Necesita tocar a Salvador. Abrazarlo, besarlo, desnudarlo. No puede ni quiere esperar a llegar a casa y se lo dice. Vamos a un telo, Salva, vamos ahora.
Salvador no entiende cómo, después de un día tan largo, Muv está tan predispuesta, con tantas ganas, pero no pregunta, dice: vamos a casa. En casa. Muv protesta. Salvador escucha y repite: en casa, en casa.
Cuando llegan a casa, están tan apurados que no importa donde cae la ropa ni siquiera importa si son un poco brutos, tampoco si el momento es el indicado. Importa coger y sacarse a la muerte de encima, porque coger es el único antídoto contra la muerte para ellos en ese momento y coger con amor, mucho más.
Ellos se quieren. A pesar de todo, se quieren. Y esa tarde, mientras baja el sol, cogen rápido y sin decir nada hasta que no pueden más por todo lo que fue pasando: el encuentro, la separación, el viaje, la vuelta, los rulos que desaparecieron y la Oma muerta.
Quedan desnudos, compartiendo el sofá del living.
Me acordé, dice Muv mientras se le empieza a quebrar la voz. De ese color era la malla de la equilibrista que vi en el circo, una vez, con Oma.
Empieza a llorar.
Salvador se levanta del sillón. Va y viene del dormitorio. Trae un acolchado hecho un bollo entre los brazos.
Vuelve a acostarse pegado a la espalda de Muv. La tapa y se tapa. La abraza.
Lo único que Muv quiere es llorar mientras Salvador la abraza, un rato o toda la noche.
Lo único que Salvador quiere es estar con ella.