sábado, noviembre 17, 2007

Curda

Se sirvió un vaso de cerveza, cuando volvió de la calle. Abstemia por elección desde los veinticinco, arrepentida de ser una borracha perdida en cuanta ocasión se presentara, esta tarde, después de dejar dos colaboraciones en la revista y de recibir a cambio un libro de los que le interesan y el disco de su banda favorita, decidió tomar cerveza y el sabor amargo que recordaba no le pareció tan amargo. Se sacó los zapatos.
Últimamente bailaba mucho. Durante horas y con el volumen al máximo como cuando era una adolescente y se pasaba tardes completas imaginando que el chico que le gustaba, bailaba con ella. Ahora no imaginaba a nadie. Sólo bailaba y tomaba cerveza de un vaso que se terminó demasiado rápido. Caminó hasta la heladera cantando y moviendo la cabeza al compás de la música. Inclinó el vaso y sirvió despacio para que no se hiciera espuma. Volvió decidida a meterse al dormitorio pero antes, se desvió hasta el living y se paró delante del equipo de música y siguió bailando con el vaso colgando de la punta de los dedos. Se preguntó, sólo por un minuto, si todavía seguirían bailando como bailaba ella: los pies quietos pero las rodillas, la cadera y los hombros siguiendo el ritmo. No le importó la respuesta. Se rió de sí misma viéndose como una de esas tías de las fiestas que siguieron el resto de sus vidas reproduciendo el último paso de baile que habían aprendido. Largó una carcajada. Otra vez, el vaso vacío.
Cuando volvió a pararse frente al equipo, ya había decidido volver con la botella. Sólo quedaba un culo de cerveza. Sonrió de costado, confirmando que ella con su alma, solita y sola, se había tomado un litro de cerveza. Sintió hormigas en los labios. Hormigas chiquitas e inquietas recorriéndole cada milímetro del labio de las curvas y del otro, el gordo, el inferior y pensó que bajo ninguna circunstancia, ella se emborracharía con un litro de cerveza. No señor, eso no podía ser. Extrañó tener algo para fumar. El papel metalizado en la puerta de la heladera. El trabajo artesanal de separar las semillas. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez? Dos años, a lo mejor, tres. La botella quedó vacía.
Dudó en ir a buscar la segunda botella pero la duda le duró segundos. Caminó rápido. No supo si era la cerveza o la música -de repente, la vida estaba musicalizada- o qué; lo que supo fue que era completamente conciente de su cuerpo, de la manera en que apoyaba las plantas de los pies sobre el suelo, cómo se despegaban, dejando los talones, de a uno por vez, en el aire; la contracción de los gemelos; la fuerza con que sus piernas sostenían la mitad superior de su cuerpo. Sacó la botella de la heladera y otra vez, volvió a bailar.
Se desató el nudo del vestido. Bailó descalza, con una musculosa de breteles muy finos y el pantalón, que después de un rato, voló por el aire.
En bombacha y musculosa, se vio en el reflejo del vidrio de la puerta que daba a la galería y se vio tan linda como no se había visto nunca. También se dio cuenta de que le costaba enfocar la vista en aquella imagen pero lo intentó de nuevo, cerrando el ojo izquierdo. Llenó el vaso otra vez.
No lo escuchó entrar y él, después de verla, hizo todo lo posible por no dejarse oír. Se quedó parado, asomando la cabeza por el marco de la puerta que comunicaba el zaguán con el living. Se aflojó la corbata y sonrió. La veía levantar un brazo, cantar a los gritos, llenar el vaso de cerveza, tomar un trago y limpiarse la comisura con el dorso de la mano. Volvió a sonreír y salió a la galería. La espió para evitar que lo viera pasar corriendo hasta la habitación de escribir.
Se desvistió con desesperación y salió a buscar un jean que colgaba de la soga en la terraza, en boxer. Apareció en el living después de tragar de un solo golpe, cuatro dedos del vodka que descansaba como adorno decorativo en la mesada.
Le tocó el hombro con dos dedos pero ella ni se inmutó. Seguía bailando. Él también empezó a bailar y siguió tocando toda la piel descubierta que encontró. Finalmente, ella se dio vuelta y no hizo falta decir nada. Con la mirada lasciva, pasándose la lengua por sobre los labios, lo provocó con impunidad.
Él dejó escapar una risa grave y comenzó a intentar arrinconarla pero ella bailaba, se le escurría, se le escapaba y le decía que no con la cabeza y sí con el resto del cuerpo. Muv sonreía y sonrió hasta que se dejó abrazar y cayó sobre Salvador, que con las ganas bien dispuestas, se recostó sobre la alfombra.
Qué pretende usted de mí, dijo ella, arrastrando las letras. Me compromete, caballero. Yo soy una concubina decente. Borracha, pero decente.
Hoy te mato, dijo él.
Ella le levantó los brazos y los colocó sobre el piso. Lo miró con el ojo con el que podía enfocar, muy cerca.
Vamos a ver quién mata a quién, dijo. Por qué no hay porro en esta casa, eh.
¿Cuánto hace que estás tomando? le preguntó Salvador muerto de risa.
Dos botellas, dijo Muv. Y ahora, me voy a aprovechar de vos. Preparate.
La música seguía a todo volumen. Ella comenzó a besarlo. Él cerró los ojos y participó de esos besos, acariciándola. De repente, la lengua de Muv dejó de moverse por el cuello de Salvador. La notó más pesada, con la respiración a otro ritmo y las manos, que sostenían sus brazos con fuerza sobre el suelo, flojas.
Salvador le acarició la espalda. Después, metió la mano dentro de su pelo. Bajó los brazos e intentó incorporarse. Muv estaba profundamente dormida.
Más tarde, te mato, dijo Salvador. Muv se acomodó sobre su cuerpo y respondió "sh" apoyando el dedo índice en la boca.
Así quedaron, uno sobre el otro, un par de horas. Ella respirando profundo, él con los ojos abiertos, la mirada clavada en el techo y los brazos rodeándole la cintura.
Está todo bien, pensó Salvador. Está todo bien. Qué miedo.