Se acostó sobre la lona. El sol le pegaba en la cara, sentía calor en la nariz y en el borde de los labios. Con los ojos cerrados, escuchaba el sonido del mar y el grito de los que armaban las carpas de un balneario un poco más allá. Con la punta de los dedos levantaba montoncitos de arena y los dejaba escapar, una y otra vez. Una y otra vez. Respiraba profundamente inflando el abdomen y soltaba el aire dejando las costillas al descubierto.
Dejó de tocar la arena y se pasó la mano por la malla enteriza. Desde aquella cicatriz en forma de S, no volvió a dejar su abdomen al aire. A pesar de estar tapada, podía notarla con la yema de los dedos. A pesar de los tres años que habían pasado, todavía sentía esa parte del cuerpo, el músculo abdominal cortado, como de trapo, sin sensibilidad.
Supo en ese momento que esa cicatriz le había cambiado la vida; que hasta estos días en la playa, no había podido darse cuenta, cuánto y cómo esa víbora rosada que le partía el cuerpo en dos, había cambiado todo, había movido todo de lugar. Pensó, durante un rato, que alguien -un médico- había cortado su cuerpo, metido su mano dentro de ella, dentro de su cuerpo lleno de sangre, con temperatura; de su cuerpo vivo y había sacado uno de sus órganos. Pensar en eso, en algo en lo que no había pensado hasta este día en donde el sol le quemaba la nariz y los hombros, donde sólo se escuchaba el sonido del mar y las voces de los que armaban las carpas, le dio escalofríos.
Aquel momento parecía tan lejano y sin embargo, cuando llegaba esta época, se hacía presente como si estuviese volviendo a pasar, como si sólo hubiesen pasado minutos. La cabeza se le llenó de recuerdos: los ojos cerrados, los oídos atentos casi a toda hora, el ruido de la camilla, del trabajo de las enfermeras, las caricias de tantas manos que sólo reconocía por el olor, la voz de Salvador, de mamá y de papá, el auricular que Emilia le ponía a escondidas de las enfermeras, el ratito que le permitían verla, el dedo con que Leni la tocaba, como si fuera a romperse. Y el después: volver a casa y vivir casi con miedo a respirar, por las dudas de que el cuerpo se retobara de nuevo, la recuperación, las cosas que no podía volver a hacer, el trato entre algodones, los meses que pasaron hasta que dejaron de tratarla como a una enferma.
Pensaba en eso pasándose los dedos por la cicatriz, recorriendo de memoria la trayectoria del corte, la textura abultada de la costura prolija, cuando se sobresaltó.
Un cuerpo se arrojó sobre el suyo, otro encima del primero y otro sobre el segundo y por último el grito de "pobrecita mi hermana, che, salgan de encima, densos" que la hizo reír.
Salvador, Leni y Pedro, muertos de risa, terminaron tirados sobre la arena mientras Muv abría los ojos y Emilia la saludaba con un beso y un abrazo.
De qué me quejo, pensó Muv. De qué me estoy quejando. Nadie tiene la suerte que tengo yo. Nadie tiene una vida como la mía.
Me quedaría acá toda la vida, les dijo mirándolos.
Qué viva es esta piba, eh, dijo Leni.
Dejó de tocar la arena y se pasó la mano por la malla enteriza. Desde aquella cicatriz en forma de S, no volvió a dejar su abdomen al aire. A pesar de estar tapada, podía notarla con la yema de los dedos. A pesar de los tres años que habían pasado, todavía sentía esa parte del cuerpo, el músculo abdominal cortado, como de trapo, sin sensibilidad.
Supo en ese momento que esa cicatriz le había cambiado la vida; que hasta estos días en la playa, no había podido darse cuenta, cuánto y cómo esa víbora rosada que le partía el cuerpo en dos, había cambiado todo, había movido todo de lugar. Pensó, durante un rato, que alguien -un médico- había cortado su cuerpo, metido su mano dentro de ella, dentro de su cuerpo lleno de sangre, con temperatura; de su cuerpo vivo y había sacado uno de sus órganos. Pensar en eso, en algo en lo que no había pensado hasta este día en donde el sol le quemaba la nariz y los hombros, donde sólo se escuchaba el sonido del mar y las voces de los que armaban las carpas, le dio escalofríos.
Aquel momento parecía tan lejano y sin embargo, cuando llegaba esta época, se hacía presente como si estuviese volviendo a pasar, como si sólo hubiesen pasado minutos. La cabeza se le llenó de recuerdos: los ojos cerrados, los oídos atentos casi a toda hora, el ruido de la camilla, del trabajo de las enfermeras, las caricias de tantas manos que sólo reconocía por el olor, la voz de Salvador, de mamá y de papá, el auricular que Emilia le ponía a escondidas de las enfermeras, el ratito que le permitían verla, el dedo con que Leni la tocaba, como si fuera a romperse. Y el después: volver a casa y vivir casi con miedo a respirar, por las dudas de que el cuerpo se retobara de nuevo, la recuperación, las cosas que no podía volver a hacer, el trato entre algodones, los meses que pasaron hasta que dejaron de tratarla como a una enferma.
Pensaba en eso pasándose los dedos por la cicatriz, recorriendo de memoria la trayectoria del corte, la textura abultada de la costura prolija, cuando se sobresaltó.
Un cuerpo se arrojó sobre el suyo, otro encima del primero y otro sobre el segundo y por último el grito de "pobrecita mi hermana, che, salgan de encima, densos" que la hizo reír.
Salvador, Leni y Pedro, muertos de risa, terminaron tirados sobre la arena mientras Muv abría los ojos y Emilia la saludaba con un beso y un abrazo.
De qué me quejo, pensó Muv. De qué me estoy quejando. Nadie tiene la suerte que tengo yo. Nadie tiene una vida como la mía.
Me quedaría acá toda la vida, les dijo mirándolos.
Qué viva es esta piba, eh, dijo Leni.