En casa de la Oma todavía existen los manteles de plástico y las tazas con borde dorado.
La heladera -una Siam que conserva su picaporte original- está llena de imanes con formas de frutas y nombres de lugares que el resto de la familia fue visitando.
La Oma abre la puerta de la alacena. Se agacha con cierta dificultad para acercar el jarro de la leche. Sobre la mesada, la tableta entera de chocolate para taza.
En la mesa, sobre el mantel, dos servilletas y las manos cruzadas de Salvador.
Decime, Oma, le dice, ¿vos crees que tu nieta se va quedar conmigo?
La Oma, de espaldas, suspira.
Silencio. No hay radio ni televisor prendidos. Se escuchan los pájaros y los gritos de unos chicos que juegan en la calle.
Quién sabe lo que tiene esa chica en la cabeza, contesta después de un rato, ni ella sabe.
Otra vez, silencio. El tic tac de un reloj de chapa acompaña la merienda.
La cocina se llena de olor a leche hervida. Oma tira el chocolate dentro del jarro y empieza a revolver con cuchara de madera.
Pero a vos qué te parece, insiste Salvador.
La voz de Salvador parece retumbar en la cocina, quizás porque es una tarde tan quieta, tan detenida, que cada sonido se magnifica.
Oma sirve una taza de chocolate. Vuelca un poco sobre el plato y refunfuña, en voz baja, por haber perdido el pulso con la vejez. Limpia el plato con una rejilla. Se da vuelta y taza en mano, camina despacio los nueve pasos que separan la cocina de la mesa.
Tomate el chocolate, le dice a Salvador, y pensá menos, m´hijito, que estas cosas no se piensan, ni se consultan. Se sienten, nomás.
Salvador revuelve el chocolate rapidamente. Sopla un poco antes de llevarse la taza a la boca.
Yo no sé qué siente Muv, Oma, dice Salvador.
La Oma suspira otra vez mientras desanda los nueve pasos.
Pucha, se hizo nata, dice cuando mira el jarro. Qué cosa repugnante la nata.
Cuela el chocolate, dos veces, tres. Qué asco, repite, nunca pude tomar la leche con nata.
Salvador sorbe el último trago de chocolate.
Nene, no hagas ruido. Maleducado, dice la Oma.
Te pregunto porque yo ya no sé qué pensar, continúa Salvador.
La Oma lo mira. Se para, da media vuelta a la mesa, acerca una silla, se sienta.
Tenés bigotes de chocolate, Salvador, dice la Oma y le acerca la servilleta.
Se lo queda mirando.
Ay, este muchacho, piensa la Oma.
La heladera -una Siam que conserva su picaporte original- está llena de imanes con formas de frutas y nombres de lugares que el resto de la familia fue visitando.
La Oma abre la puerta de la alacena. Se agacha con cierta dificultad para acercar el jarro de la leche. Sobre la mesada, la tableta entera de chocolate para taza.
En la mesa, sobre el mantel, dos servilletas y las manos cruzadas de Salvador.
Decime, Oma, le dice, ¿vos crees que tu nieta se va quedar conmigo?
La Oma, de espaldas, suspira.
Silencio. No hay radio ni televisor prendidos. Se escuchan los pájaros y los gritos de unos chicos que juegan en la calle.
Quién sabe lo que tiene esa chica en la cabeza, contesta después de un rato, ni ella sabe.
Otra vez, silencio. El tic tac de un reloj de chapa acompaña la merienda.
La cocina se llena de olor a leche hervida. Oma tira el chocolate dentro del jarro y empieza a revolver con cuchara de madera.
Pero a vos qué te parece, insiste Salvador.
La voz de Salvador parece retumbar en la cocina, quizás porque es una tarde tan quieta, tan detenida, que cada sonido se magnifica.
Oma sirve una taza de chocolate. Vuelca un poco sobre el plato y refunfuña, en voz baja, por haber perdido el pulso con la vejez. Limpia el plato con una rejilla. Se da vuelta y taza en mano, camina despacio los nueve pasos que separan la cocina de la mesa.
Tomate el chocolate, le dice a Salvador, y pensá menos, m´hijito, que estas cosas no se piensan, ni se consultan. Se sienten, nomás.
Salvador revuelve el chocolate rapidamente. Sopla un poco antes de llevarse la taza a la boca.
Yo no sé qué siente Muv, Oma, dice Salvador.
La Oma suspira otra vez mientras desanda los nueve pasos.
Pucha, se hizo nata, dice cuando mira el jarro. Qué cosa repugnante la nata.
Cuela el chocolate, dos veces, tres. Qué asco, repite, nunca pude tomar la leche con nata.
Salvador sorbe el último trago de chocolate.
Nene, no hagas ruido. Maleducado, dice la Oma.
Te pregunto porque yo ya no sé qué pensar, continúa Salvador.
La Oma lo mira. Se para, da media vuelta a la mesa, acerca una silla, se sienta.
Tenés bigotes de chocolate, Salvador, dice la Oma y le acerca la servilleta.
Se lo queda mirando.
Ay, este muchacho, piensa la Oma.