domingo, marzo 18, 2007

Caída

Estaba despierta. La habitación estaba a oscuras. Estiró las piernas y las sábanas le parecieron más suaves. Abrió los brazos. Se dio vuelta. Se abrazó a la almohada. Estaba desnuda. Sintió que alguien le acariciaba la cintura. ¿Dónde estoy? dijo sin abrir los ojos. Estoy tan cansada. ¿Dónde terminé?
Sintió el peso de un brazo sobre su espalda. Unas manos, que le acariciaban la cintura, comenzaron a subir por los costados de su cuerpo. Escuchó una respiración.
¿Salvador? preguntó, ¿Sos vos?
Sh, escuchó. Sh.
¿Salva viniste? ¿Viniste hasta acá?
Sh. Y el peso de ese brazo se convirtió en el peso de otro cuerpo sobre el suyo que apenas la dejaba mover.
Quién sos, preguntó, Salvador no me toca así. Quién sos, dijo desesperándose un poco, estirando los brazos hacia atrás e intentando tocar ese cuerpo que la apresaba. Soltame, alcanzó a decir antes de que las mismas manos que creyó que la acariciaban, llegaran a la mitad de su cuello y comenzaran a apretar.
Volvé a casa, le dijo una voz que no pudo reconocer, que no se parecía a ninguna de las que conocía y al mismo tiempo a todas, mientras la fuerza de las manos comenzaba a aumentar. Volvé a casa. Volvé.
Empezó a sentirse ahogada. Tuvo miedo. El corazón le latía más rápido que todas las otras veces que se había asustado.
Luchó contra esas manos que la ahorcaban. Se oía combatir por conseguir aire, el sonido rasgado y áspero que hacía el poco aire que conseguía cada vez que intentaba zafarse, encontrar una bocanada más, algo que le permitiera deshacerse de esas manos, del peso de ese cuerpo que la apretaba cada vez más contra el colchón.
De alguna forma pudo darse vuelta. No abrió los ojos. Extendió los brazos con fuerza para sacarse a esa voz con peso de encima. No voy a volver, no voy a volver, repitió ahogada.
Rodó sobre el colchón. Un segundo de aire y un golpe en todo el cuerpo. La cara chocando contra una superficie dura. Y la presión sobre el cuello que había desaparecido. Se quedó inmóvil durante un momento. Después se controló lentamente, tocándose el lado sobre el que había quedado apoyada.
Ay, dijo y fue un ay silencioso y lastimero, y otro más y otro y otro.
Con los ojos todavía cerrados, estiró un brazo. Tanteó la mesa de luz, el borde de la cama. Se paró y buscó la llave de la luz.
Se encontró en la misma habitación a la que había entrado unas horas antes. La cama deshecha. Revisó que la puerta estuviese cerrada. La llave colgaba de la cerradura con dos vueltas. La ventana, tan cerrada como cuándo llegó.
Caminó hasta el espejo. Un frutillón le decoraba el lado izquierdo de la cara. El corazón comenzaba a tranquilizarse.
No voy a volver, se dijo, mirándose a los ojos. No voy a volver. Aunque me lo tenga que repetir cada minuto de cada hora de cada día. No voy a volver. Aunque no vuelva a dormir. No vuelvo.
Miró la habitación. Entró al baño a mojarse el golpe. Apenas apoyaba los dedos sobre el pómulo. No sintió ganas de llorar. Aunque me golpee todas las noches, no voy a volver, sabés, le habló al espejo del baño.
Volvió a acostarse. Encendió el televisor. En Galicia, empezaba a llover. En Madrid, hacían diez grados.
Cerró los ojos y dejó la luz prendida. A pesar del sueño y del dolor del golpe, entendió que todavía, aunque estuviera a miles de kilometros, aunque haberse ido y haber llegado fueran las dos mejores decisiones del último tiempo, todo estaba ahí, con ella.