martes, marzo 20, 2007

Desvío

Había caminado, como le habían indicado, todo recto por la Calle de Toledo hasta llegar a la Plaza Mayor. En el camino se metió a un Tabaco. Una tarjeta para llamadas internacionales, le pidió al hombre que la atendió. Pagó 12 euros. Siguió caminando. Cerca de la Catedral de San Isidro Labrador, encontró dos teléfonos públicos. Los miró. Los tatuó en su memoria. Siguió caminando. Entro a la Plaza Mayor por la puerta en dónde estaban los orientales que hacían shiatzu y la heladería de los argentinos que había descubierto uno de los últimos días. Dio una vuelta a la plaza. Miró a todos los turistas. Se sentó en una mesa y tomó una cerveza. Le ofrecieron patatas bravas o paella o pollo al ajillo para acompañar. Dijo que no a todo. La noche se iba cerrando. La gente, los otros turistas, tan turistas como Muv, llegaban en grupos y se sentaban y comentaban y gritaban todo lo que habían recorrido durante el día. Mesas y mesas de cuatro, cinco, siete personas. Parejas que se sacaban fotos. Amigos que se encontraban. Madres e hijos comprando cosas en los negocios de recuerdos.
Y a un costado, solo ella. Sólo Muv. Con su libro y sus auriculares. Tomando de a tragos una cerveza con limón. El libro y los auriculares eran un escudo. Lo único que le hacía de muralla entre los otros y ella.
Antes de pagar, miró a su alrededor. Una europea del este, quién sabe de qué país, tocaba algo en su acordeón. El mozo se colgaba un trapo del hombro y se acercaba con la cuenta.
Aquí tiene. Con descuento especial para turista argentino, le dijo, mientras esperaba que Muv buscase el billete en la billetera.
Tanto se me nota, dijo Muv sonriendo. Pensé que podía disimular.
El mozo se rió. No, no se nota tanto. Es la experiencia.
Recibió el vuelto. Terminó de tomar lo que le restaba en el vaso. Guardó el libro, se colgó la mochila y los auriculares y volvió a caminar en dirección a la Calle de Toledo, para llegar todo recto al hotel a dormir, antes de cambiar de domicilio.
Cuando pasó por la Catedral de San Isidro Labrador, no dudó un minuto. Descolgó el tubo. Marcó el código para comunicarse; después, el número de la tarjeta y por último, el número de teléfono.
Esperó el tono. No escuchó nada. Volvió a empezar. No se preguntó por qué llamaba porque desde hacía días no se preguntaba nada. Hacía lo que le salía, sin darle tanta vuelta al por qué. Si quería caminar, caminaba. Si quería dormir, dormía. Y aunque había tenido la intención de llamar por lo menos media docena de veces, no fue hasta que salió esa tarde camino a la Plaza Mayor, que se decidió.
El segundo intento dio resultado. Escuchó el tono de llamado. Una vez, dos veces, tres veces, clac, el contestador. Escuchó el saludo y la solicitud de nombre y teléfono.
Hola Salva, dijo, espero que estés bien. Ayer me pasé una hora mirando el Guernica en el Reina Sofía. A la entrada de la Plaza Mayor hay unos chinos que se pelean todo el tiempo entre ellos, pero que cuándo pasas te ofrecen hacerte shiatzu. Caminando todo recto, cruzando la Plaza Mayor, llego a la Puerta del Sol. Ya ví la estatua del Oso y el Madroño. Te encantaría el chocolate con churros que venden acá. El domingo fui al Rastro y caminé hasta la Almudena. Es lindo, no me acordaba que se parecía tanto a Buenos Aires.
Se quedó callada un momento.
Te extraño. Un poco. Sí. Un poco. Sobre todo estos últimos días. A lo mejor porque veo algo y me gustaría darme vuelta a señalartelo, o comentarte, después, durante la cena que camino tanto, tanto que creo que me estoy haciendo más petisa.
Volvió a callarse. En la calle, cada vez quedaba menos gente.
Bueno, Salva... que estés bien. No le cuentes a nadie que te llamé. Ya sabés cómo se ponen. Nosotros estábamos mejor cuando éramos sólo nosotros dos. Te mando un beso.
Cortó. Volvió a caminar recto hasta la puerta del hotel.
En Buenos Aires, Salvador terminaba de abrir la puerta cuándo vio la luz parpadeante de mensaje nuevo en el contestador.